Con sus tierras fértiles, de arroyos generosos y estancieros comprometidos (o expropiados),
La Matanza cumplió un papel clave en el suministro de carne durante la gobernación de
Juan Manuel de Rosas.
El emblema del partido todavía guarda memoria de aquel esplendor rural.
Por Leonardo A. Racedo (1) (I.Pa.H.C)
Con motivo de un nuevo aniversario del partido de La Matanza, vale la pena
recordar que una buena parte de la historia de este municipio – que cumple
422 años- se encuentra muy bien resumida en su heráldica. En su escudo,
creado en 1967 por el periodista e investigador don Oscar Félix Haedo, se nos
ofrecen unas pinceladas de algunos pasajes de su rico
pasado histórico. Pero justamente por tratarse de un
resumen, los acontecimientos
representados en su blasón dejan fuera curiosos detalles que merecen ser contados
con mayor detenimiento, especialmente por la relevancia que tuvieron en una época en la que
La Matanza vivía un esplendor muy distinto al del distrito que conocemos actualmente.
En este caso, nos detendremos a resaltar el cuadrante superior derecho del
escudo municipal, donde se ubica uno de sus símbolos más alegóricos: tres
cabezas de ganado de plata sobre fondo azul. Según explicó su creador, esta
imagen representa la riqueza ganadera de la zona.
Esta abundancia de vacas, novillos y terneros puede dividirse en dos grandes
etapas, según las principales utilidades que se le dieron al ganado a lo largo de
la historia matancera. La primera corresponde al empleo de estos animales,
hasta poco después de la mitad del siglo XIX, como reses destinadas al
consumo de carne y a la producción de cuero. La segunda etapa, desarrollada
mayormente desde las últimas décadas de ese siglo hasta mediados del
siguiente, donde tuvo como eje principal la lechería.
Durante la época en que don Juan Manuel de Rosas gobernó la provincia, La
Matanza —por entonces un partido mucho más extenso que el actual—
desempeñó un papel clave en el suministro de carne. Las mismas no solo
abastecía a la población de Buenos Aires y a la campaña, sino que también
cumplía un rol fundamental en la provisión de alimentos e insumos para las
tropas del Ejército Federal, que se encontraban en constante estado de guerra,
ya sea contra unitarios, federales disidentes, así como también contra las
Armadas francesas e inglesas que asediaban puertos y ríos de la
Confederación Argentina. Durante aquellos años complicados, el suministro de
alimentos exigía una logística meticulosamente organizada y supervisada, que
fuese capaz de sostener constantes envíos de hacienda en pie hacia diversos
frentes de conflicto.
Los bovinos criados en esta región resultaban esenciales en ese contexto.
Imaginemos por un momento aquel distrito matancero como un vasto territorio
con escasa población, pero con numerosas hectáreas de tierra fértil, pasturas
verdes de excelente calidad y arroyos que regaban generosamente el paisaje.
Criar ganado en ese entorno era sumamente redituable gracias a estas
condiciones naturales tan favorables. Rosas, como gran estanciero que era, lo
sabía muy bien. Por esa razón, decidió establecer en estos pagos las llamadas
Invernadas del Ejército: espacios destinados a la cría y engorde de ganado
vacuno para abastecer a los regimientos que se acantonaban tanto en Santos
Lugares de Rosas, donde estaba ubicado su Cuartel General, como
ocasionalmente, en nuestro propio partido, en la chacra de Los Tapiales.
Ahora bien, ¿Quiénes eran los propietarios que cedían sus tierras para esta
empresa de engorde vacuno? Para responder a esta pregunta, podemos
clasificar a estos estancieros en dos grupos: El primero estaba conformado por
quienes adherían con fervor al régimen rosista. Entre ellos, se destacaban
reconocidos vecinos y propietarios de La Matanza, como Justo Villegas,
Vicente Rufino y los hermanos Mariano y Francisco de Madariaga. Estos
últimos pertenecían a la rama federal de la familia, a diferencia de Joaquín y
Juan Antonio, quienes se encontraban exiliados del pago por sostener ideales
contrarios a los que profesaba el Restaurador de las Leyes. El otro grupo, no
menos numeroso, estaba conformado por vecinos catalogados como “salvajes
unitarios”, es decir, opositores a la política de Rosas. A muchos de ellos se les
confiscaron sus tierras a partir de 1839, como castigo por haber apoyado la
Revolución de los Libres del Sur. Entre ellos se encontraban los hermanos
Ezequiel, Matías y Francisco Ramos Mejía, Miguel Irigoyen y Lino Lagos. Otros
cayeron en la misma desgracia un año más tarde, en 1840, por haber
colaborado o haberse visto implicados con su apoyo al general Juan Lavalle
durante su invasión a Buenos Aires. Tal fue el caso de Juan Castes, Juan
Manuel Juárez y Francisco Asocar.
Como hemos visto hasta aquí, queda claro el rol central que tuvo la hacienda
vacuna en la historia de La Matanza. Por eso, las cabezas de ganado
representadas en el escudo del partido simbolizan un reconocimiento más que
merecido. Sin embargo, las vacas no fueron los únicos animales invernados en
nuestros pagos por aquellos años. No podemos dejar de mencionar a un
compañero noble e inseparable de los habitantes de la campaña bonaerense:
el caballo. Juan Manuel de Rosas lo destacaba regularmente en sus partes
mensuales dirigidos al juez de paz, a sus alcaldes y tenientes alcaldes. En
estas tierras no solo se los engordaba, sino que también se los curaba y
atendía, ya que —según las propias instrucciones del Restaurador— “siempre
debía tenerse presente que los caballos son el primer elemento de tiempo en la
guerra”.
Según consta en la Razón del Estado de Invernadas del Ejército del 30 de
septiembre de 1843, las tres mayores concentraciones de equinos en La
Matanza se encontraban en los siguientes puntos: la caballada en los campo
de los Madariaga, con 770 caballos; los 155 del general Agustín Pinedo, alojados en la
chacra del “salvaje Ramos”; y, por último,
las que estaban estacionadas en la chacra del “salvaje Irigoyen”. Como dato
curioso, en esta última locación también se hallaban invernadas de
yeguas, mulas y asnos. Las primeras eran destinadas a cumplir con los
tratados acordados previamente con los indios, quienes apreciaban
gustosamente sus carnes; mientras que las mulas y los asnos se utilizaban de
manera exclusiva como animales de carga para el Ejército.
Con el paso del tiempo, la actividad ganadera fue dando lugar a la industria
láctea. Sin embargo, aquellos espacios donde los tambos supieron reinar
terminaron transformándose, en muchos casos hacia mediados del siglo XX, en
grandes hornos de ladrillo y, más tarde, en asentamientos fabriles. Hasta llegar
a la actualidad donde, en los últimos años, esta actividad tambera se encuentra
ya casi desaparecida por completo de La Matanza.
Eso sí, al menos en el escudo, se la sigue recordando como una actividad con
una historia difícil de olvidar.
(1) Leonardo A. Racedo es médico veterinario (M.P 9207) e historiador. Estracto de su libro:
“Historia integral del Partido de La Matanza. Siglo XIX”. Trabajo inédito.
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